Por Jorge Enrique López Mera

 

“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente” (Mateo 26:75).

 

 

Pedro era un seguidor de Jesús, pero estaba rodeado de flaquezas, de debilidades. Negó al Señor tres veces, maldijo, y tuvo un sinnúmero de falencias que no voy a sacar a la luz ahora. Dice la Escritura que cuando el gallo cantó, Pedro recordó las palabras de su maestro, salió fuera del lugar y lloró amargamente. Con ello demostraba su arrepentimiento. Reconoció su equivocación, su cobardía, su falta de integridad y su falta de espiritualidad.

 

Más adelante en Juan 21:15-19, está registrado que el mismo que negó al Señor tres veces, ahora decía: “Señor tu sabes que te amo; Y Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas”. Esto se escribió para enseñarnos, que el Santo Evangelio está por encima de nuestras flaquezas, de nuestras debilidades y de todas nuestras falencias. De no ser así, Jesús no habría llamado a Pedro.

 

He tomado estos rasgos de la vida del gran apóstol, para incursionar en el ámbito del matrimonio, mayormente de la relación de pareja. Cuando fuimos al altar a corroborar nuestra decisión de tener una esposa (o esposo) para amarla, para vivir con ella hasta que la muerte nos separe; quien nos casó nos preguntó: -“¿Aceptas a esta mujer (u hombre) para vivir con ella el resto de tus días, renunciando a las demás mujeres, en la buenas o en las malas, en enfermedad o en salud, en tristeza o en alegría, en riqueza o en pobreza, etc.?”- y respondimos: -“Sí, acepto”-.

 

Así como Dios nos aceptó con todas nuestras falencias, debemos aceptar hasta el final a esa persona a la que le prometimos fidelidad. Al decir; -Sí; la acepto”-, la aceptamos con todas sus flaquezas, debilidades, falencias, etc.

 

Entonces el primer paso para tener un matrimonio feliz y duradero, es la aceptación. No se trata de llegar a corregir a la otra persona, sino de comprenderla. No es un pulso, al que más fuerza tenga. Mi madre me enseñaba en mi niñez, que “las cargas se arreglan en la medida en que la mula anda”.

 

No existe alguna universidad, ni algún centro docente donde le enseñen a uno el arte de administrar el hogar y la familia. A nadie le entregan el hogar arreglado y sin problemas. Adán debió llegar a labrar el huerto. Tal vez se lo pueden entregar amoblado, pero lo demás hay que vivirlo en vivo y en directo. Ello, es una experiencia muy personal, que solo se logra cuando dos personas tienen la oportunidad de vivir juntas en el santo estado del matrimonio.

 

-“¡Te acepto!”-. Cuando dijimos esa palabra en el altar, nos comprometimos a amar, a respetar, a admirar, a apoyar y a hacer feliz a nuestro cónyuge. Le aceptamos tal como es. Aceptarle, es compartir con esa persona el resto de nuestros días. El matrimonio establecido por Dios, no se empieza y se deja a la mitad, sino que se perfecciona con el paso de los días. Aceptarle, es no compararle con nadie. Lea bien por favor: ¡Con nadie! Cada persona es única. Nadie tiene el rostro igual al de otro. Nadie ríe igual que otro, nadie tiene las huellas dactilares parecidas a las de otra persona, nadie tiene el mismo tono de voz que otro. Entonces tu esposa (o esposo) es única. ¡Tú eres único! ¡Ella es única! No la compares con nadie. El acto de comparar al cónyuge con otras personas, es señal de insatisfacción, de inconformidad, y produce rechazo, dolor y aflicción en quien lo recibe.

 

El esperma masculino y el ovulo femenino, tienen estructuras biológicas, genéticas, moleculares y celulares, completamente diferentes; pero deberán fusionarse en uno solo, para dar comienzo al proceso de la formación de la vida que empieza en el seno materno. Asimismo la pareja que aspire a tener un hogar feliz y duradero, deberá fusionarse en una sola carne con su respectivo cónyuge, para formar “una sola mente”, “un solo corazón”, “un solo espíritu”; para que los dos anden en la misma dirección.

 

El apóstol Pablo escribe a los efesios, diciéndoles: “Así también cada esposo debe amar a su respectiva esposa, como a su mismo cuerpo. El que ama a su mujer así mismo se ama” (Efesios 5:28).

 

Cada persona consciente, cuida su cuerpo: Lo baña, le da una alimentación sana, lo cuida de los desórdenes que provocan una mala salud, le da descanso, bienestar, etc. Eso es lo que quiere decir la palabra de Dios. El que ama a su mujer; la cuida, la protege, le provee lo necesario para una vida amena, segura y feliz. Aceptarle es amarle, respetarle, admirarle y proveerle. Es hacerle sentir importante, deseada, confiada y segura. Es honrarle, ayudarle, apoyarle, complacerle y serle fiel en las buenas y en las malas.

 

En estos días, vi en un programa de televisión, el caso de una hermosa mujer que se casó con apuesto y adinerado caballero. Se juramentaron amor hasta que la muerte los separara. Al cabo de algunos años, surgió en ella una grave enfermedad, y fue necesario amputarle los dedos de las manos y de los pies, lo que la despojó en parte de su belleza física externa, y le disminuyó su desempeño personal y laboral. Cuando su esposo (aquel que le juró que la amaría por encima de toda vicisitud de la vida) vio aquella situación, decidió abandonarla cuando ella más lo necesitaba.

 

Por esta causa, el que se casa no debe hacerlo por una cara bonita, por unas curvas de reina, ni menos por una billetera abultada. El verdadero amor no mira eso. Eso es efímero, fugaz. “Engañosa es la gracia y vana la hermosura…” (Proverbios 31:30). La juventud pasa, la belleza física también. El dinero se puede acabar, ya sea porque se lo roban, se destiñe, se desvaloriza, se pierde, etc.

 

La Palabra del Señor dice: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. EL AMOR NUNCA DEJA DE SER” (1. Corintios 13:4-8).

 

El matrimonio es un regalo de Dios, y aunque la sociedad lo rechace, nunca dejará de ser. Lo que es de Dios permanece para siempre. Dios quiere ayudarnos a ser fieles. Su presencia en nuestro matrimonio es vital, lo mismo que su Palabra. Las parejas y los hogares que permanecen unidos y fieles, son aquellos que le abrieron la puerta a Jesús. Donde reina Jesús, no falta nada.

 

El día que logremos entender que todos estamos rodeados de deficiencias, de falencias, de insuficiencias y de fragilidad (al igual que los demás); y que debemos esforzarnos por aceptarnos y por mejorar; ese día seremos excelentes esposos, y tendremos una familia hermosa, asegurada en las manos del Señor, y sin ningún temor del mal. Ese día dejaremos de mirar la brizna que hay en el ojo de nuestro hermano, y podremos ver la enorme viga que hay en el nuestro.

 

Y si como Pedro, lloramos amargamente reconociendo nuestra equivocación, nuestras debilidades, nuestros puntos neurálgicos y nuestras culpas, y decididamente nos esforzamos para mejorar; seremos verdaderamente felices, al igual que nuestros hogares y nuestras familias, porque entonces habremos entendido el hermoso plan de Dios para con cada uno de nosotros.

 

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